Crónica Roja
El reencuentro con un amigo. Así es, los dos del clan de los pelirrojos nos conocimos en 1982. Pedro Villa estudiaba en el Colombo Británico y yo en el colegio Benedictinos. Nos saludamos con el código de lo que somos: minoría y eso solo lo entendemos los que somos rojos.
Empezamos a dialogar de música y coincidimos en gustos, buscando lo que fuera para informarnos. Estaba apenas entrando la televisión por cable en Colombia con gigantes antenas parabólicas, y ese MTV en inglés era dosis de cada día, no existía el latino. Vinilos, cassettes y magazines anglos eran nuestra fuente de información. Y hasta que llegó el momento de reunirnos a ensayar. Empezamos hacer bulla en el garaje de mi casa, Pedro con su Flying V negra, botas cafés de native-american. Yo, en bota tubo y camisilla negra esqueleto frente a mi primera batería, una plateada Juggs percussion que entró a Colombia por un “correo de brujas” después de esperar casi 12 meses.
Estábamos orgullosamente convencidos que ese ruido era punk. Los fines de semana se plasmaron en días y horas de amistad. Así fuimos creando una red de admiradores que pasaban por el barrio, al principio eran los que, asombrados y llevados por la curiosidad más que por los arreglos musicales, se acercaban antes de seguir su camino.
En ese tiempo no existían almacenes de instrumentos musicales en Medellín, y si había uno que otro, estaban ubicados en el centro de la ciudad. Tenías que pagar una cantidad astronómica por cualquier aparato, independiente de la marca. Además, cualquier vinilo valía oro, más aún si venía del extranjero. Intercambiamos álbumes de Black Flag, Ramones, Billy Idol, Talking Heads, The Clash, Devo y Gary Numan, entre otros. Nos rotábamos lo que no tenía el otro.
Unos meses después de esta semi-inducción musical vino la conexión para realizar nuestro primer, y para nosotros apoteósico concierto. Fue en el 1984, durante la semana cultural en el colegio Benedictinos de Santa María (Zúñiga, Antioquia). A las 9 de la mañana dimos inicio al certamen cultural con un concierto de punk. Estábamos Pedro, nuestro querido Carlos Olarte “Panelo” en las congas (Bajo Tierra, La Derecha), a quién años después la vida le ganó por querer llegar a Medellín antes de que amaneciera en Bogotá, y yo. El tiempo lo diría, no había fin para ninguno de nosotros en aquellos días.
Ese día de inicio de semana cultural, se nos unió al colectivo Juancho Vega en la flauta traversa (vecino nuestro en San Lucas) quién también había estudiado en Benedictinos, pero que quizás por querer flotar en el mundo nunca regresó al monasterio. Hoy -según me cuenta Pedro- vive en Holanda hace 30 años, tiempo en el que se dedicó, entre otras cosas, a tocar su flauta en el metro de París. Pero ahí no termina la historia. En este colectivo punkero (que nunca tuvo nombre) no podía faltar la dosis vocal, y claro, otro pelirrojo. “El monóxido”, con su voz chillona y aguda, quién había llegado a Medellín luego de haber crecido en la costa atlántica, si no estoy mal, en Cartagena. Esa misma mañana antes de salir al escenario, en medio del humo de aquel cuarto de utilería del colegio, le preguntamos: Eyyy Monóxido, ¿Y qué vamos hacer después de la cuarta canción?, por que como sabés, no hay más. Con gran naturalidad nos respondió: “tranquilos, vamos a tocar y yo improviso con mi voz hasta cuando queramos parar”.
Ese cuarto de hora planeado se convirtió en nuestras primeras dos horas de concierto. Hubo filmación, fotografías con el público asistente, en su mayoría estudiantes benedictinos y profesores liderados por la máxima autoridad: el Abad Benedictino, un padre de dos metros, ojos azules y con cara de James Bond, llamado Cesáreo Figueras quien, junto a los demás monjes del colegio, sacudían sus piernas con los golpes punkeros improvisados de esa mañana.
En ese teatro que se ubicaba en la parte baja del edificio y donde, en muchas ocasiones fui espectador y testigo de la crucifixión de Cristo con proyección en semana santa de la misma película española de los años 50’s en blanco y negro se iniciaban los días sagrados, en ese mismo recinto donde me gradué de bachiller, junto a mis amigos de infancia; allí retumbaba un sonido con un eco que nos recordaba las cavernas y claustros donde se entonaban los cantos gregorianos de medioevo.
Espero que algún día se pueda encontrar esa filmación que algún testigo benedictino debe quizás, atesorar en una caja en el zarzo de la casa de los papás, en formato de Betamax. También anhelo que aparezcan esas postales fotográficas Kodak que hoy hacen parte de esta crónica que evoca aquella semana cultural de 1984.
Si seguimos esta historia podríamos escribir un libro. Dejo aquí constancia de nuestro primer concierto, mucho antes de que llegaran a nuestras vidas el rock en español, el “New York, New York”, bar underground que reunía a seres de la noche y nuestros queridos compañeros de Bajo Tierra, Parlantes, Código y Estados Alterados, entre otros. Pasarán los años, pero aquí estamos los amigos de siempre, acompañados de todos aquellos que ya están en otra dimensión o forma.